Miércoles, 07 de Enero de 2015
Viernes, 07 de Septiembre de 2007

Juguemos a no estar solos

Por Edith Scher | Espectáculo Antes

En un espacio que tiene una mitad claramente armada escenográficamente como una cocina y la otra mitad como un decorado sin terminación, hecho de pura madera, como mostrando el afuera de la ficción, aquello que exhibe que estamos ante un decorado de teatro, tres amigos se reúnen para contar una historia, se invitan a compartirla, para poder estar en esa historia y en la de los otros. Cada uno encabezará una de las tres partes que tiene el espectáculo, que va a evidenciar muy claramente que todo eso que veremos se tratará de una artificio teatral, un deseo de cada uno de estos personajes de jugar, por un rato, a ser otro, e involucrar a sus amigos en ello. ¿Para qué? ¡Quién sabe! Para construir un nosotros, una complicidad, para no estar solos, para recordar.
Tres partes, entonces, tiene el espectáculo.

Lo cierto es que en una cocina en la que nadie cumple con el physique du rol, ya que la cocinera es un hombre, la nena de doce tiene ventipico y el nene de seis, treinta y pico,  los tres crean una situación basada en textos de Lila Carson Smith, más conocida como  Carson McCullers.
En Frankie y la boda, de 1946, texto en el que está basada esta obra, Frankie, una chica de doce años está convencida de que, tras el casamiento de su hermano, podrá irse a vivir con él. No tiene amigos y se siente incomprendida por su primo de seis años y por la criada, con quienes comparte su vida diaria. 

Y eso es el espectáculo. En cada uno de los tres momentos, la atención está más centrada en uno de los personajes, pero siempre se trata de la misma historia, si es que hay una historia, porque verdaderamente nada sucede, sino que el tiempo transcurre y ellos están, allí están. Son tres, en esa cocina, compartiendo la vida. Una cocina que recuerda muchos momentos que todos habremos tenido de chicos, con algún primo o prima y una señora quizás cocinera o tal vez encargada de otras tareas del hogar. Una cocina que evoca ese nosotros, esa complicidad que se daba en las nochecitas, charlando, o en las siestas.

Hay que decir que Antes es, fundamentalmente, un espectáculo melancólico, desolado. Porque de allí, de su relato, de ese lugar, emana una gran soledad: la soledad de crecer, en el caso del niño, la soledad de no reconocerse en el comienzo de la adolescencia, como le sucede a la niña, la soledad de no volver a tener un compañero, tal la situación de la señora que hace el trabajo doméstico y los cuida. En Antes están presentes, flotan, gravitan algunas sensaciones de la infancia. No es un espectáculo deslumbrante, ni pretende serlo, pero logra crear un clima. Los personajes generan ternura, parecen desvalidos. La obra no acentúa ciertos rasgos del sur de los Estados Unidos que aparecen en los textos originales de la autora, como la segregación racial, por ejemplo, sino que, básicamente, hace eje en ese mundo de la cocina. Los actores funcionan aceitadamente dentro del código propuesto. El espectáculo puede gustar o no, pero lo que es innegable es que logra crear un mundo.

Antes es la reunión de un grupo de amigos que, por un rato, deciden ser otros y juegan a no estar solos.

Publicado en: Críticas

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