Heiner Müller, al que se ha conocido en nuestro medio teatral a través de textos maravillosos y oscuros, se presenta esta vez con Quartett, bajo la dirección de Rubén Szuchmacher, con un humor singular y una insistencia temática obsesiva.
“(...) muchos de los personajes que pone en escena tienen tan malas costumbres, que es imposible suponer que hayan vivido en nuestro siglo: en este siglo de filosofía, en que las luces, difundidas por todas partes, han hecho, como todo el mundo sabe, que todos los hombres sean muy honestos y todas las mujeres muy modestas y reservadas”. Así reza la advertencia del editor de Relaciones peligrosas de Pierre Choderlos de Laclos, intertexto de Quartett de Heiner Müller. ¿Qué hubiera sido de este pobre hombre, si le hubieran dado para leer el texto del autor alemán unos siglos más tarde?
Müller, al que se ha conocido en nuestro medio teatral a través de textos maravillosos y oscuros, se presenta esta vez bajo la dirección de Rubén Szuchmacher, con un humor singular y una insistencia temática obsesiva.
El trabajo de la puesta que se despliega en Elkafka, simplemente deslumbra. Y lo hace a través de cada uno de los elementos que se ponen en juego: una apuesta por un texto resistente, en el que cada término repercute en el aire, la precisión que determina las actuaciones de Horacio Peña e Ingrid Pelicori, la dicción cuidada para sostener una palabra compleja, la transformación de la sala del teatro en un lugar absolutamente extrañado, el diseño de iluminación, las decisiones en relación con el vínculo que se construye entre la propuesta textual de Müller y la utilización del espacio.
Es justamente en la escisión entre lo que se dice y los modos de ocupar el espacio, de articular las “relaciones en público ”, en lo que nos vamos a detener para observar alguna de las razones que convierten esta puesta en algo tan particular.
El lenguaje tematiza lo íntimo. Hay cercanía, intimidad, en el ámbito de lo verbal. El espacio, en cambio, se construye prácticamente en oposición a esta perspectiva. Es amplio y casi sin recintos, sin límites de esos externos que se visualizan con facilidad y que pueden defenderse como propios, aunque más no sea de forma temporaria.
El espacio personal de la marquesa de Merteuil y el vizconde de Valmont, resulta escasamente invadido cuando éstos hacen de ellos mismos y la cuestión se modifica cuando deciden representar a madame de Tourvel o a Cecile Volanges, en cuyo caso hay acercamientos, incluso, violentos.
Sin embargo, el hecho de que no haya salidas y entradas, puede pensarse como una especie de invasión del espacio personal, que no reconocen los personajes, sino los espectadores, porque aquéllos, en más de una ocasión, parecen no registrarse ni a partir de la construcción de la mirada ni de las interacciones verbales.
La exposición de los personajes es permanente. Para ellos, cerrar los ojos es un modo de ausentarse, de representar la ausencia, falsamente, en fin, porque de todos modos se perciben el uno al otro, aunque no se vean y, por otra parte, los espectadores los observan a ambos en simultáneo.
No hay una sola modalidad de infracción a las relaciones en público que no sea puesta en escena: existe en la conversación, puesto que se abordan temas inabordables en público, en relación con la mirada que se provoca frente a la desnudez, en el hecho de tocar el cuerpo propio y ajeno. A pesar de ello, ni uno solo de estos actos realmente funciona como infracción. La decisión del cambio de roles, la inversión de los géneros en la representación es altamente significativa, puesto que desarticula las transgresiones, invalidándolas y poniéndolas en otro plano.
Quartett en la puesta de Szuchmacher es el paradigma del extrañamiento, de la distancia, de la inversión. Alejarse de los objetos y de los actos, observarlos con mirada extrañada es uno de los modos, bello y posible, de concebir el arte. ¿Qué duda cabe?